noviembre 2014

En defensa del «ridículo»

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“Llegó la industrializacióoon…” 

Aquella canción publicitaria sonaba en la oficina a cada rato no porque tuviéramos la radio encendida, sino porque alguien se encargaba de cantarla. No podía pasar una jornada sin que alguien se la pusiera a tararear, sin que el compañero del lado haga algún chiste cambiándole la letra. Llegado el momento, se hablaba más de esta pieza que de las campañas políticas que salían al mismo tiempo. En la pausa de una filmación, un cliente me confidenciaba que quién no quisiera que su comercial tuviera ese impacto. Sin embargo entre publicistas y productores audiovisuales el juicio a dicha pieza, salvo matices, parecía de pulgares abajo: “Ridícula”. “Nada que ver”. “Cualquier cosa”. Peor aún, salieron campañas con una oveja de la suerte y unos chanchos convertidos en ídolos juveniles y me tocó escuchar juicios parecidos. Y lo curioso no fue escucharlo de parte de cualquier peatón, sino de quienes trabajan en industrias creativas.

Recuerdo cuando con un ex jefe dábamos nuestros primeros pasos en el coolhunting. Era finales de 2008 y mostrábamos los zapatos de Lady Gaga a las chicas de la oficina, que los veían y nos decían: “Horrible”. “Ridículo”. “Jamás me pondría una cosa como esa”. Sí, hablo de esos zapatos que fueron la gran moda de 2009 y cuya tendencia sigue vigente hasta ahora (huelga decir que tiempo después vimos a esas mismas chicas usando los zapatos). Me recuerdo a mí mismo criticando los primeros comerciales de OpenEnglish, aquellos que convirtieron esa marca en un éxito panamericano.

Por definición, ridículo es aquello que provoca risa o burla por resultar muy extraño, grotesco o extravagante; todo lo que es escaso, pequeño o menor de lo que podría o debería ser. Ridículo es una situación, un hecho, que se caracteriza por su falta de lógica y por el absurdo; en muchos casos, aquello que parece marcado por una incongruencia o desproporción que implica alguna presunción o vanidad.

Y aquí surge mi incomodidad: ¿por qué una industria que debería estar caracterizada por la búsqueda de lo nuevo le tiene tanto rechazo y tanto miedo al ridículo? ¿No es acaso un riesgo al que deberíamos estar acostumbrados, uno que día a día deberíamos correr siendo “creativos”? Se supone que el artista, el fotógrafo, el escritor, el diseñador, manejan un alto
grado de incertidumbre y se someten a parámetros que en muchos casos son autodictados y sumamente subjetivos, por tanto, corren un alto riesgo de hacer el ridículo: de retocar mal una foto, de no combinar los colores armónicamente, de narrar una historia inadecuadamente. De hecho, una de las barreras más difíciles de sortear en la instrucción y el fomento de la creatividad es lograr que se pierda el miedo al ridículo, un miedo profundamente arraigado gracias al sistema educativo cartesiano, ese que nos prepara diciéndonos que hay solo dos partes de la verdad, lo que es correcto y lo que es incorrecto. De ahí la raíz del miedo que tenemos al error, en este caso, al ridículo.

Quien quiera certezas, quien sepa muy dentro de su cabeza lo que es correcto en el arte y lo que no lo es –un empeño utópico–, podrá llamar ridícula a toda creación que no quepa en sus cánones. Pero criticar una pieza solo llamándola “ridícula” me parece sumamente endeble, salvo que hagamos alusión a su carencia de recursos (de todo tipo) para alcanzar
un objetivo prefijado. Es mucho más honesto decir “no me gusta” porque ello implica márgenes estéticos personales y es más sincero en su sesgo. Si “ridículo” es todo lo que se puede decir de una película, de una canción o de una valla publicitaria, lo entiendo en el sentido de escaso, pobre, insuficiente, pero de otra manera me parece simple desprecio por el trabajo ajeno.

Los publicistas no hacemos arte por el arte, aplicamos técnicas artísticas a la consecución de objetivos de comunicación. Por ello, lo peor que puedo escuchar de un spot, de un aviso o de cualquier pieza publicitaria es “no entiendo”, “no lo dirigiste a la audiencia correcta” o “no está logrando los objetivos propuestos”. Esos sí son signos de que las cosas no están bien hechas. Ni hablar de aquellos que con el fin de llamar la atención recurren al fácil expediente de la polémica. ¿Pero bajarle el dedo a algo solo por “ridículo”? Creo que para criticar debemos valernos de mejores asideros. Mucho más cuando parece que la pieza al principio mencionada ha alcanzado un impacto que más que criticar, envidiamos.